La fusión entre el misterio de la magia y el poder de la ciencia

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Desde la primera infancia, las enfermedades acechaban a los habitantes del Egipto faraónico, cuya esperanza de vida era de unos 39 años para los hombres y de 35 para las mujeres. La brevedad de esta existencia se debía a todo tipo de dolencias, para las que los textos de los «papiros médicos» ofrecían un compendio de recetas o prescripciones. Los desórdenes internos se explicaban por las anomalías detectadas en una anatomía humana de concepción muy simple, plasmada en el Tratado del corazón contenido en el famoso Papiro Ebers, fechado hacia 1500 a.C.

La práctica de observación permitió descubrir muy pronto la red venosa subcutánea, lo que abrió el camino a una teoría de los conductos (met o metu) que surcaban el cuerpo humano. Se creía que estos, dispuestos de forma radial, comunicaban los orificios naturales y las extremidades con el corazón, y transportaban gases y fluidos vitales –aire, sangre, bilis, moco, orina, semen– al resto del organismo. La existencia de metu se prestaba a confusión, porque en ellos, además de vasos sanguíneos y otros conductos, se incluían tendones y ligamentos.

En los papiros médicos hay muchas referencias a taponamientos u obstrucciones de metu a causa de torsiones o rigideces; otras veces se describe la disminución de su número, asociada a la vejez. Todo ello impedía o entorpecía el paso del «soplo vital», verdadero alimento para los hombres y los dioses.

Existía la idea de que la enfermedad implicaba la ocupación del cuerpo por seres extraños. Había seres demoníacos que perturbaban la salud al inocular su aliento envenenado en el cuerpo o en el espíritu del ser humano. Entre ellos figuraban los ujedu, que surgían de los aaa, líquidos malignos y pestilentes, y se manifestaban como gusanos. A este respecto, el Papiro Ebers ofrece un remedio «para matar a los ujedu y echar los líquidos aaa de un muerto o de una muerta que está en el interior del cuerpo de un hombre o de una mujer». Otros espíritus, como los setet, debían ser expulsados antes de acabar con ellos, pues si perecían dentro del cuerpo podían causar males aún mayores.

La existencia de estos entes malignos explicaba las enfermedades. El hecho de que fuesen concebidos con aspecto vermiforme, de gusano, posiblemente tenía relación con los múltiples casos de enfermedades parasitarias que inspiraron imágenes repugnantes asimiladas con la putrefacción del cadáver.

No es de extrañar que, como refieren los historiadores griegos Heródoto y Diodoro de Sicilia, los egipcios fuesen muy dados a purgarse con ricino o a administrarse enemas purificadores, lo que hacían mediante un cuerno vaciado. A veces, la propia sangre podía tener un comportamiento destructor, similar a los elementos referidos, cuando era contaminada por vientos que entraban en el interior del cuerpo y la trasmutaban en algo maligno.

El estudio de las dolencias contribuyó a un mejor conocimiento de la anatomía humana. En El libro de los secretos del médico, párrafo con que se inicia el Tratado del corazón (y su variante del caso número 1 del Papiro Smith), se desvela un conocimiento celosamente guardado para los iniciados.

Uno de los pilares en los que se asentaba la noción de enfermedad y curación en Egipto era el mito. Algunos dioses se ocupaban de un órgano concreto. El remedio se imploraba mediante rezos y cánticos, y la súplica del médico ante la divinidad constituía el preámbulo de un tratamiento. A veces, el sanador buscaba la protección de la magia para esquivar el mal.

El médico, sunu o sinu, era quien cumplía con el acto de la curación. No sabemos con certeza si existían escuelas de medicina, aunque lo más probable es que los conocimientos se transmitieran de padre a hijo, como en el resto de los oficios. Instituciones como la Casa de la Vida (Per Ankh), normalmente anexa a un templo o a palacio, pudieron servir como lugar de perfeccionamiento del saber médico. Los médicos laicos contaban desde antiguo con una organización jerárquica muy estricta, destacando por su prestigio los de palacio.

Los médicos egipcios contemplaban tres posibilidades en su diagnóstico: «Una enfermedad que yo trataré», en aquellos casos en que se preveía la curación de la persona enferma; «una enfermedad contra la que lucharé», es decir, un caso grave en el que el resultado del tratamiento se adivinaba incierto, y «una enfermedad con la que nada se puede hacer».

Fuente (para controlar el refrito): https://historia.nationalgeographic.com.es/a/medicina-antiguo-egipto-mezcla-magia-ciencia_6289

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