Nada parecía indicar que la infanta nacida en Madrigal de las Altas Torres el 22 de abril de 1451 acabaría por convertirse en reina y en icono de una época. La niña era hija del segundo matrimonio de Juan II de Castilla (1405-1454) con Isabel de Portugal, y por entonces el monarca ya tenía un heredero, el infante Enrique, fruto de su anterior enlace con María de Aragón. No es de extrañar, pues, que el natalicio de Isabel –que así se llamó a la recién nacida– pasara prácticamente inadvertido.
Tan sólo era una infanta más, y lo máximo que podía esperarse de ella era que, una vez alcanzara la edad adecuada, proporcionara pingües beneficios a Castilla mediante un matrimonio acorde a los intereses del reino. Máxime cuando, en 1453, su madre dio a luz a Alfonso, que por el hecho de ser varón adelantó a Isabel en la línea sucesoria castellana.
Cuando, en 1454, a la muerte inesperada de Juan II, su hijo mayor Enrique subió al trono como el cuarto de su nombre, Alfonso quedó convertido en virtual heredero de la corona en tanto el rey no tuviera descendencia. La nueva infanta quedó, pues, reducida a la condición de hermana del rey.
Una infancia infeliz
Por entonces, Isabel de Portugal ya había dado ocasionalmente muestras de una cierta inestabilidad mental y la muerte de su esposo no hizo otra cosa que agravar su estado. Sumida en una profunda depresión, se retiró a sus posesiones de Arévalo en compañía de sus hijos y de unos pocos cortesanos. Allí pasó sus primeros años la futura reina Católica, lejos de la corte, entre estrecheces económicas y en compañía de una madre enajenada.

Kastilien und Leon Heinrich IV Münzkabinett, Berlin 5495295
Hombre de carácter débil, Enrique IV (sobre estas líneas, en una moneda de su reinado) cedió ante la presión de algunos nobles y nombró a su hermana Isabel princesa de Asturias.
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La vida en Arévalo no fue fácil. El propio Hernando del Pulgar afirma, en su Crónica de los Reyes Católicos: «La Reina, nuestra señora, desde niña se le murió el padre y aun podemos decir la madre, lo que para los niños no es pequeño infortunio […] y, lo que es más grave para las personas reales, vínole mengua extrema de las cosas necesarias».
Aunque Juan II, en su testamento, había asegurado el porvenir de su mujer y de sus hijos, Enrique IV, por dejadez o por falta de liquidez, hizo caso omiso de esas disposiciones testamentarias y en más de una ocasión fueron los nobles castellanos quienes hubieron de sostener a la reina y los infantes.
También fue un noble quien se encargó de la educación de los jóvenes príncipes. La demencia de la reina la incapacitaba para llevar por sí sola las riendas de la educación de sus hijos. De ahí que se encomendara su formación a un joven cortesano, Gonzalo Chacón, esposo de Clara Álvarez de Alvarnáez, camarera mayor de la reina, de la que bien puede decirse que hizo las veces de padre de ambos jóvenes, y a dos religiosos, el dominico fray Lope de Barrientos y el prior del monasterio de Guadalupe, Gonzalo de Illescas.


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Del alca´zar de Segovia, residencia favorita de los reyes castellanos desde Alfonso X, salio´ la princesa Isabel para ser coronada reina de Castilla en 1474.
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La formación moral de la infanta corrió a cargo del fraile agustino Martín Alonso de Córdoba, quien escribió para ella El jardín de nobles doncellas, un tratado de carácter pedagógico que, pese a que se realizó en 1469, resulta clave para comprender el espíritu que animó la educación de la joven Isabel. En él se insiste en que la mujer, «de su natural ruidosa y parlanchina», debería ser «vergonzosa, humilde y obsequiosa» y, evidentemente, «piadosa».
En cambio, no habla de la necesidad de recibir formación intelectual alguna. Cabe pensar, pues, que en su primera juventud la infanta se limitara a aprender a leer, a escribir y, sobre todo, a adiestrarse en materias que la capacitaran para la vida social, como la danza, la música, la retórica, las artes de la miniatura y las labores de aguja. Esta última afición la había heredado Isabel de su madre, quien entretenía sus delirios bordando y tejiendo. La infanta aprendió igualmente a montar a caballo y a cazar, y se sabe que, como a su padre, Juan II, le gustaban las canciones populares, el baile y las novelas de caballerías.


La demencia de Isabel de Portugal
Isabel y su hermano pequeño Alfonso residieron con su madre en Arévalo y fueron testigos de sus accesos de locura. Óleo por P. Clavé. siglo XIX.
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Alonso Flórez, en su Crónica incompleta de los Reyes Católicos, describe a Isabel como una adolescente que no carecía de atractivos –se refiere a sus «ojos garzos, las pestañas largas, […] dientes menudos y blancos»–, pero que destacaba ya por su seriedad: «Pocas y raras veces era vista reír como la juvenil edad lo tiene por costumbre».
Ciertamente, no le sobraban motivos para sonreír. Las intrigas cortesanas que la querían legítima heredera ante la presunta bastardía de su sobrina Juana la Beltraneja, las estrecheces económicas, la prematura muerte de su hermano y la enfermedad de su madre no propiciaban una mocedad alegre y despreocupada. Menos aún cuando, en 1461, Enrique IV la obligó a instalarse en la corte. Obedeció a regañadientes y siempre añoró los días en Arévalo.
En años posteriores, Isabel de Castilla escribió que fue separada de su madre de forma inhumana y forzada cuando ambos eran niños.
Una princesa dedicada a los estudios
Tras la muerte del infante Alfonso en 1468, se la consideró como una firme candidata al trono, pero esto no cambió la educación de Isabel de manera significativa. Rodeada de cortesanos más interesados en su propio beneficio que en formar a la futura soberana como una mujer intelectualmente preparada, la reina misma, años después, reconoció sus carencias y buscó rodearse de los mejores maestros.
Así lo afirmó el humanista Lucio Marineo Sículo en 1492: «Hablaba castellano con elegancia y solemnidad. Aunque no conocía el latín, disfrutaba escuchando sermones y discursos en latín porque consideraba que era excelente hablar bien esta lengua. Por ello, a pesar de estar ocupada con muchos asuntos después de finalizar las guerras en España, comenzó a recibir lecciones de gramática y progresó tanto que no solo podía entender a los embajadores y oradores latinos, sino que también podía traducir libros latinos al castellano».
Mecenas de las letras
Este deseo de conocimiento surgió en Isabel después de su matrimonio con Fernando de Aragón, al darse cuenta de la preparación intelectual completa y temprana que había recibido el futuro Rey Católico. Convencida de que nunca era tarde para aprender, y sorprendiendo a muchos, Isabel, siendo ya reina, comenzó a estudiar latín y en pocos meses dominó el idioma.

Al mismo tiempo, buscó en la lectura el complemento ideal para su formación. Asesorada por Beatriz Galindo y el claustro de la Universidad de Salamanca, reunió una extensa biblioteca con alrededor de 400 libros impresos, además de una colección de manuscritos que fueron la base de la magnífica biblioteca de El Escorial creada por su bisnieto Felipe II.

El legado cultural y de mecenazgo de Isabel de Castilla se reflejó en muchos otros aspectos del arte y la cultura. Su ejemplo y su propio desarrollo intelectual llevaron a una corte culta con una fuerte presencia femenina, que promovió la participación de las mujeres en el ámbito del conocimiento. Algunas de ellas son conocidas, como Lucía de Medrano, Beatriz Galindo, Mencía y María de Mendoza, Luisa de Sigea la Minerva…; otras, simplemente se sabe que disfrutaban del estudio y el conocimiento, como afirmaba un contemporáneo anónimo.
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